Política y cultura (y II)

Jano bifronte, divinidad greco-romana
Jano bifronte, divinidad greco-romana

Hace una semana, acabamos una de nuestras entradas con un brindis a la cultura. “¡Es la hora de la cultura!”, decíamos. Pero para que este tipo de proclamas contundentes y abstractas sean eficaces y no mera retórica hueca, deben concretarse. «Diga usted qué entiende por cultura y por qué la considera vital en la experiencia humana», nos podría requerir alguno. A eso vamos. Cultura es para muchos -incluso para mí a veces- un concepto que cae como una losa: un cúmulo de conocimientos eruditos, de restos arqueológicos, de obras abstrusas, de performances incomprensibles.  En una acepción más positiva, la palabra cultura suele hacer referencia a las obras inmortales del espíritu humano: las novelas inolvidables, las poesías recias del corazón, los cuadros embrujantes, las composiciones harmoniosas… Todo ello es cultura. Pero la cultura es mucho más que todo ello.

Como en tantas ocasiones, la etimología da pistas para comprender el sentido profundo de un concepto excesivamente manoseado. En su origen morfológico y semántico, la palabra “cultura” está estrechamente vinculada a la noción de “cultivo”. La cultura es, por tanto, el cultivo del alma, el cultivo de los paisajes de la interioridad. La mitología griega y romana dio a luz una figura que para este asunto nos es pertinente: se trata del dios Jano, la divinidad de los tránsitos y los límites. Una hermenéutica libre de este personaje nos aporta algunas claves para comprender lo que es la cultura. Jano tenía dos caras. Una mira hacia el exterior. La otra, se vuelve hacia el interior. Una descubre el mundo de afuera. La otra sondea el horizonte de los adentros. Magistral metáfora del ser humano, el único animal que goza de una esfera interior. En el fondo, él es una intimidad viva, una interioridad encarnada.

Cabe recordar, sin embargo, que el mundo interior nos es dado sólo en potencia, como una posibilidad. Es un campo vacío, por sembrar. La cultura consiste precisamente en el arte de cultivar este terreno, sembrando con paciencia palabras, imágenes y emociones fecundas. En esta siembra y en su cuidado se juega el ser humano la intensidad y la belleza de su vida. Es realmente triste conocer un paisaje humano sin «civilizar», un mundo interior abandonado, convertido en un erial asfixiante. Son estos desiertos interiores, estas tierras de nadie, las que arrojan a la persona a una existencia epidérmica, hierta de sentido y abocada  a la manipulación. Sólo queda entonces la banalidad de lo instantáneo, el diálogo de besugos, el entretenimiento del Facebook. ¡Qué diferencia, en cambio, cuando conocemos a alguien con una interioridad cultivada! Es una persona que no necesita llenar su nimiedad con palabrerías ni su soledad con artilugios de todo tipo. Le basta con pasearse por los jardines del alma para disfrutar de un buen rato. Es un placer para los demás charlar y vivir con él, porque en su palabra y en su mirada se refleja la riqueza aquilatada en su interior.

La cultura es, por tanto, la posibilidad de llegar a ser plenamente humanos. La filosofía y la experiencias nos demuestran la plasticidad del hombre y de la mujer. Al ritmo de la vida, las personas vamos tomando forma. Es curioso percatarse como, al cabo de unos años, algunas personalidades recuerdan a obras maestras de la historia del arte mientras otras no pasan del urinario de Duchamp. Así pues, la cultura es el cultivo de la personalidad y el desarrollo de sus potencialidades. Hay que reiterarlo, para no confundir la esencia de la cultura con los «medios» de la cultura: los libros, los cuadros, los recitales, los conciertos, etc. La política cultural debe orientarse a promover los mejores medios de la cultura, los acicates que permitan a los ciudadanos una roturación creativa de su interioridad. En este sentido, debemos gravar a fuego los clásicos de la literatura, del pensamiento, del arte, etc. Pero es fundamental tener una visión amplia de la cultura, sin caer en pedanterías ni elitismos rebuscados. Cultura es todo aquello que promueve la «civilización» de la personalidad. En este sentido, el cine puede ser alta cultura, como también el deporte o los paseos por la naturaleza. Hay personas que, sin ser eruditas, son maestras de cultura, porque sus experiencias vitales y su compromiso moral ha dejado una huella de profunda humanidad en su interior. También ellas -tengan o no estudios- deben tener voz en el panorama cultural. Una historia vital extraordinaria es la mejor invitación al crecimiento personal.

Como hemos podido comprobar, la indagación etimológica de la palabra «cultura» ofrece rastros valiosos para su comprensión. De todos modos, la presentación que hemos hecho no es completa. Nos falta ahondar todavía un paso más en la historia de las palabras para acabar de perfilar todo el sentido de la cultura. «Cultura» tiene relación directa con «cultivo»,  pero también con «culto». Las tres palabras comparten una misma raíz. Nos topamos con una constatación que exige valentía a todos, y desconcierta inevitablemente a la progresía. La cultura tiene relación directa con la religión. Podríamos extendernos largamente en este asunto. No es nuestro propósito. La vivencia religiosa -que incluye el conocimiento de verdades trascendentes y la práctica del bien- es una de las formas privilegiadas de la cultura, del cultivo de uno mismo. De nuevo, hallamos una justifcación de esta afirmación en la etimología de la palabra «religión». Diversos estudiosos apuntan que «religión» procede de «religación». En efecto, la práctica religiosa permite religar la persona en sus múltiples dimensiones. En un primer nivel, la celebración del misterio religioso une socialmente a todos los que participan en él. En en segundo nivel, la experiencia religiosa permite un anudamiento coherente de las facetas personales (corporalidad, emotividad, racionalidad, espiritualidad). Finalmente, la religión facilita un enraizamiento en la Fuente del sentido, de la verdad y del ser. Por todo ello, el encuentro religioso ensancha los marcos del alma y es cultivo fecundo de la propia personalidad. No corresponde al gobierno forzar este diálogo con el Otro ni determinar la manera en qué debe realizarse. Pero sí ofrecer las garantías y remover los obstáculos para que los ciudadanos puedan disfrutarlo. Hacer política cultural es, al fin y al cabo, posibilitar instrumentos valiosos para que, en diálogo creativo con ellos, los ciudadanos puedan desarrollarse interiormente en libertad. Sencillo de ver; complejo de articular; apasionante de realizar.

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